sábado, 28 de enero de 2012

Cosas olvidadas

Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el cementerio de los libros olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido.

—Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie —advirtió mi padre—. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.

—¿Ni siquiera a mamá? —inquirí yo, a media voz.

Mi padre suspiró, amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una sombra por la vida.

—Claro que sí —respondió cabizbajo—. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo.

Así comienza un libro, uno cualesquiera, un libro lleno de letras ordenadas con delicadeza. Un libro perdido en el abandono de quien ya lo ha leído y lo archiva en el cajón. Es la historia de un libro, uno al azar.
Una microscópica parte de esos libros al azar se han ido a vivir al pueblo, donde la lectura es plato de segunda mesa, donde el frío del invierno se lee junto al fuego de una estufa de leña, donde nada ya es mucho y algo es mucho más.

Por eso sé que esos libros revivirán nuevas historias en ese lugar pequeño y escondido, que bien podría ser el cementerio de los libros olvidados de Zafón…





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